Desde los primeros reyes cardianos, cada miembro de la corte real ha tenido su propio mensajero, ligero de pies y leal a morir. El mío no era el más rápido como corredor ni el transportista más fuerte, pero era insuperable haciendo llegar información a los confines más remotos del reino. Incluso durante mi exilio, Triquiñuelas me mantuvo al corriente de los acontecimientos importantes de Terräfirma. Excepto uno en particular: la muerte del rey. O debería decir de papá.
Triquiñuelas se había demorado en el Magisterio, junto al Ailanto y el resto de la tripulación, preparando nuestra travesía más ambiciosa hasta entonces. Este era el gran viaje, aquel con el que soñábamos desde nuestra excursión inaugural por el mar abierto. Apenas podía concebir la cantidad de tierras, especies, tribus y civilizaciones que podríamos encontrar. Y luego estaban los inevitables, y muchas veces innecesarios, acertijos y paradojas que Triquiñuelas se encargaría de señalar, dejándome a mí la tarea de desenredarlos. Me mecía con la brisa isleña y el ritmo apacible de sus ambulantes, allende sur de Terräfirma; sin embargo, me rebosaba la anticipación.
Los esperaba en uno de mis puntos favoritos del Mar de Islotes, donde conseguía tinta de moluscos; la roja de las drupas de almendras hacía que mi diario pareciera un accidente sangriento. Además, las plumas de aves eran tan eficaces para escribir como los estiletes de bambú y allí conocía a quien podía proporcionármelas. El lugar era una gran choza arenosa en lo que ahora llamamos las Ballenatas. Troncos de guayabos macizos sostenían un alto techo de hojas de palma entretejidas sobre un salón improvisado, cuyas ramas en los pisos superiores albergaban hamacas para sus visitantes. Olía a especias frescas y añejas para beber y fumar.
Esa madrugada soñaba con el viaje venidero, cuando escuché a dos ambulantes discutir detrás de mí. Uno bebía en memoria del rey. El otro brindaba por su muerte.
—¿Y qué importa lo que haya hecho? ¿Cómo puedes ser un buen rey, si no eres el correcto? Nadie lo eligió. Vino de la nada —declaró un chillido orgulloso en un dialecto del gälarés arcaico que apenas pude distinguir—. Era un comerciante del desierto… Compró su nobleza con oro —arrastró la última palabra con asco, como si borrase una mancha de estiércol de alguna superficie.
La voz, aguda pero áspera, me intrigó más que el tema. Tenía un vibrato distintivo, parecido al de un ave.
—¡Bah! —dijo alguien más con un rugido gutural acompañado por una risa aguada—. Igual desposó a una señorita honorosa. —Su discurso despedía una cantidad espantosa de baba.
—Tomó esa esposa del rey anterior, el último sol sangreal —chilló la primera voz.
—¡Babosadas! —escupió la otra—. Hasta un hijo del azar puede tener sangre real. El oro requiere trabajo; es más honoroso.
—¿Llamas al oro honoroso? ¡Mazacote boquiblando! —replicó el chirrido alarmante—. Solo las cosas imbuidas, bañadas por la Luz divina, son capaces de dar honor.
—Como su reina —se burló el otro e hizo una pedorreta. —¡Pfft!
—¡Cochambre!
—Y tú, espantajo zanquilargo.
Se gritaron lo que parecían ser obscenidades en alguna lengua extraña. Pero fue el chapoteo del agua lo que me hizo voltear. Uno de ellos, gordo y desnudo, reía dentro de una tina de madera, mientras el otro luchaba por recobrar la compostura sobre una silla colgante. Por muy excéntricos y foráneos que fueran, en ese momento solo me parecían irritantes.
«Pronto los echarán de aquí», pensé, y solté la pluma para sorber la infusión con la que mi camarero favorito me había sorprendido: «Mmm, leche de coco tibia con jengibre fermentado y nuez moscada. ¿Una pizca de zumo de mango? Espléndido».
No estoy divagando. Esa era mi actitud en aquel momento. La mención de mis padres podría sacar la tristeza y el enojo que tenía enterrados ya, emociones que evitaba como príncipe, como magíster, y debido a mi naturaleza reflexiva.
Recién despertado, separado de mi tripulación, acababan de recordarme el porqué. Una cosa era oír hablar del reino de Papá cuando estábamos lejos de él. Pero esperar a Triquiñuelas y al Ailanto justo fuera de sus fronteras, sin poder presentar mi cartografía ni explicar mis hallazgos al Magisterio, siempre era una punzada nueva sobre la herida que ya había cauterizado.
La bebida era reconfortante, en efecto, espléndida.
Tres personajes inusuales entraron en el salón y se sentaron en mi extremo derecho. La mayoría allí eran ambulantes comunes, los típicos individuos que deambulan por el reino sin un asentamiento fijo. Pero estos se asemejaban a mensajeros. Es decir, a conejos, aunque no resultaba obvio: iban encapuchados, armados y con cota de malla.
Cada conejo adulto que conocía hasta entonces había sido un mensajero, como cada mensajero real era ciertamente un conejo. Eran los únicos mamalios no-humanos que visitaban la corte, aparte de los caballos, por supuesto: corceles armados, padrones diplomáticos y, ocasionalmente, alguna dama eqüstaní. Estos tres individuos, sin embargo, no anunciaron a quién servían al ingresar en el establecimiento. Tenían la altura promedio de los individuos de Rodencia (tres pies y medio humanos), pero sin orejas visibles y vestidos con ropa de combate, no estaba seguro de qué pensar de ellos. El tercero era más alto y rollizo, pero su cara con pelo marrón e incisivos protuberantes era indudablemente rodente.
«¿Los habré visto antes?». Creía haberme cruzado con conejos que comían carne de pez. Se me revolvió el estómago. Los salvajes del sur hacen eso, pero no los rodentes pacíficos en sus alegres aldeas de domos de tierra musgosa rodeadas de hierba y flores.
—¿Más agua caliente, Nuel?
Muki, mi camarero, se me acercó. Era el pato amable cuya ala me había proporcionado la pluma azul iridiscente con la que escribía. La mayoría de su plumaje era pardo claro, pero su cuello y sus alas desplegadas eran un espectáculo brillante de verdes y azules que lo hacían sentir cohibido. Por eso, llevaba un sombrero de paja y un pañuelo al cuello, y evitaba aletear a toda costa.
—Por favor —contesté y eché un vistazo a los recién llegados—. Estos no pertenecen aquí.
—¡Uy! ¿Buscarán pelea? —Se encogió y frunció el entrecejo.
—Los islotes no son lugar para disputas —le recordé, tratando de convencerme a mí mismo.
Asintió mostrándose de acuerdo y se relajó inmediatamente como buen sureño. Su comprensión del gälarés había mejorado tras un ciclo solar viviendo allí. Incluso pronunciaba mi nombre correctamente: «Nu-el» en vez de «Ñųl», con el silbido involuntario de su pico agujerado.
Muki había venido con nosotros en el Ailanto desde más allá del mar abierto. Buscaba empezar una vida nueva, después de escapar del trabajo forzado bajo el yugo de una tribu de individuos marinos, los pingüinos, quienes solían cerrar su pico con candado. El Magisterio temía que el reino humano no estuviese preparado para recibir la visita de un ave, así que lo trajimos al Mar de Islotes. La naturaleza tímida de Muki tampoco agradecería el caos que su presencia causaría allí.
Para los humanos, los encuentros con aves suenan a cuentos engañosos de sureños ebrios. Creen en señores celestiales y alados que habitan en las estrellas, pero las aves que hemos encontrado en las excursiones con el Ailanto son simplemente ambulantes inusuales, no seres místicos hechos de luz; una verdad que pocos humanos conocían en aquel entonces, y en su mayoría solo nosotros: los ignorados hermanos tréboles del Magisterio. Muki, quien debía ser el único residente emplumado de los islotes, nunca sirvió a un señor de luz celestial, solo a los rudos pingüinos, y luego a las focas borrachas de allende sur.
—Uy, uy, cuéntame el último viaje. —graznó mientras se sentaba en mi mesa, excitado.
—Bueno, completamos la cartografía de Marsupȧlia. Y encontramos una región montañosa más allá de las crestas del sur. La llamamos Ursidán del Sur, por el momento.
—¿Ursidán? ¿Eso es tierra de osos?
—Correcto. Pero tienen grandes manchas negras. Y carecen de rey y reina, incluso de parlamento pingüino…
El recuerdo de las asambleas tumultuosas de sus antiguos captores hizo que frunciera el ceño de nuevo con temor. Los pingüinos, al igual que estos osos, son blancos y negros.
—Son pacíficos —aclaré—. Todo gira en torno a lo que denominan «paz inerte». —Respiré con los ojos cerrados y una sonrisa serena para ilustrar el concepto.
—¿Pieza inerte? ¿Pieza de qué? ¿De roca? —Sonó preocupado—. ¡Uy! ¡Las morsas hacen eso! Dan vueltas en un moño… moñolizo… ¡Una roca grande! Vueltas y vueltas y vueltas.
—Monolito —lo corregí—. No, no son nada parecidos a las morsas. —Me reí de su discurso frenético—. Qué palabra tan elegante, Muki. Veo que sigues leyendo el atlas de rocas que te regalamos.
—Leo cada noche. No entiendo, pero me ayuda a dormir.
Reímos.
—Por favor, no te metas con las morsas —le urgí.
—Uy, no, no, no, no. Eso vi desde el aire… Daban vueltas y vueltas y vueltas.
La gran tortuga dueña del lugar lo llamó, y Muki corrió hacia la barra.
Traté de volver a mi diario, pero la discusión entre los ambulantes se intensificó detrás de mí.
Los conejos a mi derecha agarraron algo entre sus ropas. Sentí un miedo instintivo. «Me estarán espiando?» pensé y apreté mi pluma. «¿Esperarán el momento oportuno para atacar? Estos no pueden ser secuaces del rey». Él no sabía dónde estaba, de lo contrario, la guardia real ya habría aparecido.
Oí que empujaron una silla detrás de mí; chirrió y repiqueteó en el suelo junto con salpicaduras de agua. Me volví para mirar a los ambulantes excéntricos, vociferando cara a cara y agitándose cada vez con más rabia.
Ahora me resulta inapropiado referirme a ellos como ambulantes. El término implica que viajan por tierra y a pie, y ninguno era el caso. Consideré que: «Este pez fuera del agua no va a vencer a esta cigüeña en una pelea. Las cigüeñas comen peces. Aunque, por otra parte, algunos peces también comen peces, así que quién sabría decir.»
La primera bofetada fue para la cigüeña, que afirmaba que quería mantener una conversación civilizada, pero profirió insultos al ver pequeñas plumas volar sobre su cabeza.
No importaba que su agresor estuviese sentado en una tina de madera y apenas pudiera moverse; su puntería era impresionante. Cada taza de coco dio en la cabeza de la cigüeña, algunas llenas de líquidos calientes. Y tenía buen «brazo»; este era un pez grande; «tal vez un atún», especulé en ese momento. Pero inmediatamente imaginé a nuestro magíster especiecista clarificar, con su elegancia de siempre: «No se ha observado a ningún pez con la capacidad mental para conversar ni la física para andar fuera del agua, lo que sugiere que este individuo es mamalio, quizás emparentado con las ballenas», diría con esa entrañable y humilde minuciosidad en la que confío más de lo que estoy dispuesto a admitir.
Para mantener mi paz inerte y evitar ser salpicado, tomé mi diario, mi taza de infusión y me aparté en silencio a la pared más cercana.
Sus gafas volaron, su plumaje se empapó, y la cigüeña se enfureció realmente.
—¡Badulaque malquisto! —gritó cual conjuro y sus ojos se tornaron rojo escarlata.
Empezó a chillar y a rascarlo todo. Las aves tienen garras desagradables, incluso las más pequeñas. Y sus picos atraviesan y prensan como armas de hierro.
Los demás se unieron a la pelea, unos pensaban que la cigüeña agredía al marino incapacitado y otros que el individuo de la tina había empezado. Excepto Muki, la tortuga gorda y yo, que nos escondimos tras la barra. El pato temblaba a mi lado. La tortuga abrió sus ojos de par en par.
—Nunca había vijto a'go ají —nos aseguró con emoción rezagada.
—A nadie le importa nada tanto como para justificar una pelea aquí —concordé.
Contemplé al ave alta y belicosa con curiosidad. Aunque no era imposible toparse con un ave pasajera en los islotes, nunca había visto una con interés en Terräfirma. Y el suyo había sido el discurso más entendible que había escuchado de ambas especies. Pero por más desconcertantes que fueran, no pudieron acaparar el flujo de la luz en mi mente.
La necesidad de alerta se agravó cuando vi a los rodentes encapuchados enfrentarse a los ambulantes borrachos. Eran guerreros hábiles que manejaban sus espadas con precisión y rapidez. El más grande tiró las mesas y las usó como barricada. Los otros dos saltaban con agilidad, aferrándose a los troncos de guayabos y a las paredes rústicas. Aterrizaban sobre las sillas de paja, que se balanceaban endebles sobre el piso de tierra. Daban vueltas en el aire lanzando dardos y pateando tazas, botellas y vasijas de barro contra las tortugas torpes, las focas belicosas, unas ratas barqueras que chillaban, el pez y la cigüeña que aleteaban, una banda de iguanas azotadoras y un puñado de humanos flacuchentos. Ningún humano, ni siquiera un espadiano musculoso, podría maniobrar así, mucho menos si fuera un caballero de la guardia con su armadura pesada.
«El Ailanto no ha regresado. ¿Y si les pasó algo? ¿Cuánto tiempo más estaré por mi cuenta?». Una ola de pánico me arropó. El creciente estruendo de ollas chocando empeoró mi estado. Debía salir de allí antes de que el pleito nos alcanzara. Muki podría volar hasta las ramas del techo y la tortuga metería la cabeza en el caparazón a la menor amenaza. Yo carecía de armas y de habilidades de combate. Solo era bueno para descifrar mapas, ilustrar la naturaleza y discutir en busca de sabiduría. Los magísteres concedemos y celebramos cuando se nos muestra la razón, y la violencia impide este proceso.
Una masa escarlata salpicó la pared cercana, y desvié la mirada. Imaginemos que era pulpa de almendras; arrugaría la cara de igual manera porque es terriblemente amarga. Me escabullí hacia la puerta y los encapuchados también, como si percibieran mi retirada. Terminé saltando afuera por una ventana.
Los rodentes salieron de inmediato, mirando a su alrededor. Corrí tan pronto como pude, pero me vieron.
No tenía a donde correr. A mi derecha estaba la playa. A mi izquierda me obstaculizaban las focas durmiendo en sus campamentos improvisados. Y más allá atisbé una carretera amarilla. Debía mantenerme alejado de ella.
—Necesito un bote. Necesito un bote —me repetí, acelerando el paso. «Necesito ayuda», pensé gritar mientras mi corazón latía con fuerza.
Notaron mi miedo y que noté que lo notaron. Se quitaron sus capuchas y se dirigieron directos hacia mí. Dos eran ciertamente conejos y el tercero, capibara del sur de Rodencia.
Alcancé la playa y me metí en el agua. No recordaba si los conejos la temían, pero sí que Triquiñuelas odiaba bañarse. Parecía que a estos tampoco les gustaba. Solo el capibara nadó detrás de mí con mucha lentitud.
«Soy excelente nadador», pensé al adentrarme en el mar. «Estoy a salvo».
Pero unas flechas se elevaron en el aire desde la arena.
«Estoy muerto. No puedo esquivarlas a tiempo. Me van a dar». Y así fue.