No recuerdo que me atravesaran las flechas, pero el temor a ahogarme había estado grabado en mi mente desde mi undécimo ciclo cuando nuestra embarcación se hundió rumbo a Sïlenia. Ese día falleció mi hermano mayor y el rey perdió a su primogénito amado. Salí ileso de ese naufragio en el Gran Embalse, pero en este ataque en las Ballenatas, unos cinco ciclos después, quedé inconsciente por días.
Desperté solo en una habitación, con mis pies atados a una viga. La cama estaba hecha con un montón de lona rugosa, como fuertes velas de barco. El aire tenía un denso olor a especias, reconocí algunas curativas. Deduje que llenaban los sacos amontonados por el lugar. Revisé mi cuerpo y no encontré heridas ni hematomas. «¿Se habrán desvanecido?» me pregunté.
—¿Hola? —llamé.
Traté de sentarme, pero estaba entumecido. Había pensado que era un barco, pero la luz que entraba por unas ranuras al tope de la pared me reveló la quietud de la estancia. El ángulo de las sombras permanecía constante. El vaivén provenía de mi mente. Me sentí obligado a dormir, en contra de todos mis instintos.
Lapsös, muchos lapsos de legua pasaron, tal vez días. Estaba bajo el hechizo de un sueño en el que me alejaba de una carretera y corría hacia el mar. Las carreteras me inspiraban más temor que los conejos. Sus lámparas doradas sobre ladrillos de arena amarilla anunciaban el reino humano del que estaba exiliado y se habían convertido en la señal para que yo desapareciese. Los guardias patrulleros suelen ser espadianos del norte y, al igual que a su comandante, nunca les agradé. Estas famosas «Espadas del Poder» eran el tipo de humanos con los que me costaba más confraternizar.
En ese sueño, ellos me llevaron ante papá, un esqueleto animado bajo una corona con gemas incrustadas. Y los guardias se quitaron los cascos para revelar unas caras de conejos con cicatrices de batalla.
La realidad llegó junto con la luz del sol.
—¿Hola? —Desperté de nuevo.
Una sombra encapuchada había entrado en la habitación. Reemplazó la vela en la lámpara del otro lado, me acercó una modesta bandeja con comida y se fue sin decir una palabra.
—¡Ey! —traté de gritar, pero no me salió la voz.
El pan estaba recién hecho y me sentí agradecido por la bebida: agua de coco. Supuse que disponían de un panadero, así que no me hallaba en las Ballenatas; aunque el lejano murmullo de las olas sugería que continuaba en el Mar de Islotes. Confirmé mis sospechas cuando el día declinó. Las Ballenatas no obtuvieron su nombre caprichosamente: las ballenas campan en sus aguas y sus cantos se escuchan durante la puesta del sol. La noche llegó sin el zumbido lejano de sus penetrantes barítonos. Me encontraba al menos a cinco leguas.
Al día siguiente, mi captor no respondió a mi saludo. Era inútil decir «deja que me vaya» o «¿sabes quién soy?». Claramente lo sabía y no tenía intención de liberarme.
Mi visión se volvió borrosa. Mis cervicales sucumbieron a la debilidad; sentí como si el cuello se me hubiera desvanecido. Y mi cuerpo ya no era un cuerpo: se volvió transparente y amorfo. Sentí como si me hubiesen encogido para meterme en una caja fuera del mundo, donde el Ailanto no podría localizarme. Hasta la figura envuelta en una capa parecía crecer y elevarse sobre mí. Fue lo mismo todos los días: una vela, comida, silencio, sueño. Me refugié en mi memoria y pensé de nuevo en el castillo. Temía que mis captores me llevaran allí.
Recordé los jardines reales. En ellos pasaba el tiempo con el príncipe M’Nequi. Lo ayudé a aprender la palabra escrita y la sabiduría de las tierras, ya que los grandes magísteres decían que él mostraba la capacidad mental de un perezoso vendedor folívoro de Bazäres. Pero sus carencias verbales y motoras las compensaba con humor y ganas de jugar. Yo quería ser un buen hermano mayor para él, como M’Rique había sido conmigo.
Fui el hijo mediano por un tiempo. El primogénito de Midas, un príncipe alto, moreno y fuerte, a los catorce ciclos solares ya había ganado la batalla de pista, derribo y lanzamiento en la categoría de humanos, jabalíes y liebres. Había sido todo lo que yo no era: una futura espada del poder, un guerrero. Pero también fue cariñoso. Me animó a estudiar en el Magisterio y se mostraba feliz por lo rápido que yo aprendía los números en las tabletas y letras de los pergaminos.
En aquel momento, la obsesión del pequeño príncipe eran las cometas, lo cual no podía complacerme más, pues por entonces yo estudiaba la sabiduría del vuelo.
—El papel debe estar inclinado hacia arriba para que se alce al cortar el aire —le expliqué—. Y las varillas tienen que ser fuertes pero ligeras; cuanto más ligeras, mejor. Pero… ¡esta es la pieza clave! —Saqué de mi manga una tira de tela colorida—: Necesita una cola.
M’Nequi se maravilló con el truco.
—¡Como un gato!, —exclamó con sus mejillas regordetas, lengua pesada y ojos rasgados. Solo él podía sonreír con tanta alegría.
Nos acompañaban dos guardias, y las mariposas revoloteaban a nuestro alrededor, en el pleno apogeo de otra primavera fértil.
—No como un gato. Los gatos no vuelan —aclaré y reí—. Querrás decir como un ave.
—¿Tú has visto a un gato?
—Nadie ha visto uno, M’Nequi. Son criaturas imaginarias.
Los guardias se miraron entre sí, consternados. Entendí que no debía revelarle a un niño que los gatos no existían. Pero no podía mentir; nunca podía. Ni siquiera de pequeño, especialmente de pequeño.
Me pregunté qué pensarían los guardias si les dijera que sospechaba que las aves tampoco existían, ni en la tierra ni en los cielos; esto fue antes de la travesía inaugural del Ailanto por el mar abierto. Todo lo que teníamos sobre ellas eran dibujos y cuentos fantásticos en un templo del norte. «¿Y si los principios de nuestra fe son también imaginarios, historietas infantiles con personajes ficticios?».
—Yo imagino que los gatos vuelan —declaró M’Nequi, arrastrando la cometa lejos de mí.
Los guardias rieron la ocurrencia. Yo también. La cometa giraba tras él sin una cola que le haga peso de un lado y la estabilizase. Ese es uno de mis últimos recuerdos de M’Nequi. Nunca llegué a comprobar si dominó el arte de volar cometas. Antes de que hiciéramos otra, Lidia, su paje, vino a buscarme, alarmada: me había perdido del comienzo de los informes de ese plenilunio y papá estaba furioso.
Corrimos por los pasillos flanqueados por enormes retratos palaciegos, cada uno presumiendo una nueva etapa en la creciente grandeza de la ciudad. Luego subimos las escaleras de mármol con bordes dorados que llevaban al salón del trono, mientras Lidia me contaba como el rey había gritado a tres mensajeros que no pudieron encontrarme. Incapaz de ahorarse detalles innecesarios, describió hasta los gemelos de sus mangas. Era una humana parlanchina, un rasgo inesperado dada su boca diminuta y su nariz de botón. Baja y robusta, tenía mi edad y piel bronceada. Siempre estaba embarcada en cualquier misión trivial. Y su manera de hablar era una sucesión de susurros deshilados. Sin embargo, sus ojos, castaños y grandes, resultaban bonitos y siempre olía bien: «¿Caléndula? ¿Aceite de almendras? ¿Mantequilla de miel?»; algo en ella me hacía pensar en girasoles y lemures.
El caballero y su corcel hicieron lo posible por subirnos rápido en el elevador dorado de poleas—pero no lo suficiente como para escapar del monólogo descarrilado de Lydia mientras estábamos atrapados ahí dentro.
—El juez de Comercios describió la longitud de cada carretera nueva —dijo—. Creo que le salió un sarpullido otra vez; no deja de rascarse el cuello —rio.
—Raudo es cómico, pero ¿por un sarpullido…? Espera, ¿tiene pus?” Encontré una grieta en su discurso por la cual colarme. “Eso pasa cuando es grave, ¿sabes?
—¿Un sarpullido con pus es gracioso? —Sus ojos se agrandaron, desconcertados. Yo solía provocar esa reacción en los demás.
—Oh, no. A veces se propaga —respondí con naturalidad.
Su rostro se contrajo en una mezcla de horror y asco.
—Me asusta, príncipe —sonrió con picardía—. Está siendo divertido. —Golpeó el aire y se estremeció, risueña.
No entendí qué le parecía divertido. Entonces fui yo el desconcertado.
Llegamos al salón del trono, vasto y resonante, con un suelo embaldosado en rombos entrelazados, cada uno pulido hasta brillar como espejo, formando un entramado en dorado y marfil. Sus columnas gruesas de mármol se alzaban hasta el techo, con franjas doradas y relieves tallados que narraban victorias y juramentos. Entre ellas colgaban largos estandartes de terciopelo blanco puro, bordados con el escudo real: un rombo dorado que enmarcaba una corona, de la cual partían rayos de sol abiertos como espadas. Las ventanas altas filtraban una luz de mediodía tan intensa que hacía que todo brillara como si estuviera consagrado.
Nos arrodillamos ante el rey, y Lidia se quedó muda. La proximidad de papá era la única fuerza capaz de esa hazaña. Ni siquiera un «su majestad» salió de su boquita impetuosa después de oírle decir—Gracias, Lydia. Se marchó a escoltar a M’Nequi en sus aposentos.
Todos me miraron, excepto papá. Él observaba al juez de Comercios, inmóvil en medio del salón. Sostenía los pergaminos del informe del plenilunio y escudriñaba, nervioso, a los presentes. No sabía si continuar leyendo o no. Raudo era una liebre con aspecto de burro cubierto por un corto pelaje marrón que se veía áspero, especialmente en las zonas huesudas. Y vaya si tenía, como si solo la parte inferior de su cuerpo acumulara grasa, aparte de las mejillas grumosas que sobresalían de su rostro larguirucho. Sus ojos holgados y en desnivel combinaban con sus grandes dientes torcidos. Y siempre olía a una especie de polvo seco con un leve toque a fertilizante y papel avejentado.
El aleteo de sus orejas alertas y de sus pergaminos prosiguió hasta que me senté en mi silla. Allí, un aprendiz de mensajero me entregó papel y estilete. Era el joven conejo Triquiñuelas.
—Y hacia el este —leyó el juez, elevando el tono—, diez leguas más allá del Oasis de Bazäres en el Valle Áureo y a diez leguas al norte de las Dunas Danzarinas, se levantará una torre que nos ayudará a ampliar nuestras vistas del desierto.
Tomé notas, pero un par de oraciones después solo fingía escribir. En realidad, dibujaba al juez y mapas de los lugares que mencionaba. Triquiñuelas fue el único que se percató de esto al acercarme la tinta.
—¿Y hay algo que ver en el desierto? —preguntó papá.
—Una vasta expansión de arena de color amarillo, mi rey.
—Entonces, ¿de qué nos sirve esa torre, mi raudo juez?
—Ah, su majestuosa realeza, será la torre más alta jamás construida —dijo, nervioso—. Más alta que el torreón del castillo. Más alta que el observatorio del Magisterio. Más alta en toda la historia de cosas altas. Será un homenaje a su… alteza —se jactó, buscando sacar el brillo de los ojos de papá.
—Imposible —dije, y los presentes se volvieron hacia mí.
Cada vez que se mencionaba el Magisterio, sentía la necesidad de defenderlo. Esto irritaba a todos en el salón del trono, pero era demasiado inocente para darme cuenta.
—No, imposible no —rio Raudo, inquieto.
G’Menón, el comandante de la guardia real, se me acercó. Me observaba desde que había entrado. Como de costumbre, me miraba con desdén.
—Mi príncipe… —murmuró a modo de advertencia sombría.
Papá exhaló, resignado: «¿Ahora qué, M’Nuel?».
Me levanté lentamente y expliqué:
—Las piedras son demasiado pesadas para apilarse más alto que el torreón del castillo, especialmente sobre la arena. —Acompañé mi declamación trebolar de los ademanes gentiles propios de los magísteres—. Las dunas impedirán llegar al lecho rocoso. Y el viento del desierto matará a los lagartos albañiles que se atrevan a subir allí. —El juez trató de interrumpirme, pero continué—: El observatorio del Magisterio es la torre más alta del reino porque sus piedras están sujetas por hiedras fuertes. Y esas plantas no crecen fuera de las marismas de Bahía Basílica, mucho menos en el desierto…
—Ah, sí, mi joven principesco —intervino Raudo fingiendo cordial timidez—, ya llevamos mucho tiempo excavando, cambiando el sitio de excavación y excavando nuevamente en el mismo lugar. Gran cantidad de lagartos han muerto en el proceso. Pero encontramos un lecho de roca en el último cuartilunio, como tal vez recuerde… nada de qué preocuparse, por supuesto; ¿quién le presta atención a los informes interlunares? Lo que importa es que estamos otra vez encaminados. ¡En camino! Sí, en camino precisamente, porque estamos construyendo esta torre con ladrillos dorados iguales a los que usamos en nuestras gloriosas carreteras, más livianos que las rocas. —Se rio entre dientes, satisfecho de sí mismo.
—No son dorados, solo amarillos —aclaré—. Si tuvieran oro, pesarían más que las rocas. Yo he medido la densidad del oro en el Magisterio…
—Simplemente trataba de adornar…
—¿Y los lagartos? —continué. Papá pronunció mi nombre, pero yo insistí—. ¿Cómo es que no nos importan los lagartos? También sufren. No saben leer, pero pueden contar. Así que deben hacerlo. Los magísteres evaluaron las habilidades emocionales y aritméticas de los reptilianos, y son tan competentes como los niños humanos. El gran magíster Ochän dice que elegimos ignorar lo que no nos conviene…
—¡M’Nuel! —estalló papá, y el silencio engulló el salón—. Hay cosas que no entiendes, ni te conciernen.
Sus ojos amarillentos me aplastaron igual que la corona sus rizos. Los accesorios dorados, joyas y argollas incrustadas en su piel, también hacían juego con el trono de caoba y oro engastado de diamantes en la habitación de columnas enormes. Un trono que lo reflejaba, tanto como él había comenzado a reflejarlo, en un ciclo de engrandecimiento mutuo. Su base firme de madera oscura estaba bordada en oro, incluso entre los hilos de sus pieles peludas y curtidas, y cubierto con un velo de diamantes sobre su respaldo y brazos, tan blancos como los dientes relucientes de Papá. Se volvió hacia el juez desde la silla perfectamente ubicada entre los arcos de los balcones para relucir al amanecer y al atardecer de cada día, y su voz atronó:
—Olvida esa torre. Si no podemos ir más de cincuenta leguas al este de Bazäres, es justo suponer que nadie llegará a nosotros desde allá; nada lo ha hecho nunca. Además, quién va a ir al desierto a verla, por más impresionante que resulte.
Me senté en silencio, levemente irritado.
—¿De qué sirve mi presencia en estos informes si no me dejan opinar? —susurré a Triquiñuelas.
Lo único que me aburría más que el reporte de la producción agrícola y los impuestos recaudados era la falta de interés de papá por explorar las tierras más allá del reino. Con Raudo compartía ese deseo de ver qué había al otro lado del desierto.
Cuando terminó la contabilidad del oro, yo ansié que me despachara. Pero papá me sorprendió con algo que nunca había hecho: en lugar de a mí, echó a Raudo, a sus topógrafos e inspectores, incluso a algunos de los pajes, y me pidió que me quedara para el informe de la guardia real.
Sentí intriga, pero no interés real. Escuchar a G’Menón era lo último que quería. Y el comandante tampoco estaba a gusto con mi presencia. Caminó hasta el centro del salón, tan erguido como podía, que no era mucho; pero lo compensaba con arrogancia, grandes músculos, una voz profunda y asertiva y una barba negra y tupida sobre su piel pálida. Su mirada me punzó durante un latido. Si los ojos son las ventanas del alma, los de G’Menón tenían cortinas: unas cejas espesas y oscuras que resultaban más expresivas. Una se levantó al dirigirse a mí, luego volvió a su posición habitual, abrazando a la otra, demasiado cercana.
—Mi rey, han pasado casi cinco ciclos desde el último levantamiento. Como ha señalado, la conquista del este llega hasta su región más lejana del desierto.
—Eso es desconocido —susurré a Triquiñuelas.
—Las aguas del sur son habitadas por ambulantes inmundos, dispuestos a comerciar en nuestras tierras y regresar en silencio a sus miserables islotes.
El rey movió la cabeza en señal de aburrimiento, incitándolo a ir al grano.
—El ejército mantiene a raya a los clanes salvajes de la Cordillera Espadiana, al norte, como lo ha hecho por generaciones. Y continúa leal a la Corona. Nuestro reto, mi rey, sigue siendo el oeste.
—G’Menón, hermano mío… —Papá tomó una copa de la bandeja de un paje—. Cada plenilunio vienes aquí y haces la misma observación. Pero ¿por qué no te paras a considerar si las amenazas que ves en el oeste provienen realmente de ti?
—¿Mi rey? —G’Menón sonó desconcertado.
—No te gustan los cardianos, los aristocratas Sïleníes, los humanos del antiguo reino, ni los que habitan en la jungla de Gälara. Rechazas toda sabiduría del oeste y a su horda de corazones rojos y ardientes. A lo mejor la amenaza está dentro de ti, en tu ardor y temor.
Me erguí en la silla. No podía creer que papá acusara a su comandante de temor: el amo G’Menón, héroe del ejército espadiano, hermano menor de la reina, el guerrero humano más poderoso y valiente de todas las tierras, firmes y lejanas. Nunca había visto a mi orgulloso tío reducido a una estatura aún más baja.
—De ardor precisamente quería hablarle, mi rey. Su majestad lo ha dicho: ninguna amenaza llega del desierto. ¿Y si la jungla del oeste se convirtiera también en un desierto?
Me estremecí, incrédulo. «¿El comandante pretende que quememos la jungla? ¿Acaso tiene idea de lo grande e impenetrable que es, o de cuántas especies de individuos, bichos y plantas conocidas y desconocidas hay allí?». Números aparecieron en mi cabeza, a punto de salírseme por la boca y romper mi silencio.
—Tonterías —dijo papá—. El oeste carece de poder, de oro y de industria. Lo único que abunda es el vino, las flores y la superstición.
—¡Pero faltan el respeto a nuestro reino, mi señor! —G’Menón levantó la voz—. Se burlan de este trono y deshonran la Luz eterna…
Papá lo confrontó:
—¿Y qué importa si un cantante callejero se burla de mi atuendo, cuando él va con harapos? ¿Qué importa si un adivino ve dioses surgiendo de las cenizas cuando delira por el vino, el humo y las glorias pasadas? La Península Cardiana solo se conquista por sus corazones. Y esos corazones yacen en el mismo estupor. Debemos construir. Debemos transformar Villämara y este castillo en el lugar más glorioso que jamás haya existido. Los sïleníes tendrán que reconocer nuestra grandeza. Y nada de lo que diga un adivino borracho opacará esta realidad.
—Su majestad —G’Menón inclinó la cabeza—, nuestras carreteras seguirán siendo las zonas más seguras en todas las tierras. Yo mismo me encargaré.
—Y yo confío en que lo harás. Ahora déjame hablar con mi hijo.
G’Menón y sus guardias salieron.
El rey se levantó y caminó hacia la terraza del lado oeste. Deduje que era la señal para que fuese tras él y le entregué mi papel y estilete de bambú a Triquiñuelas. En mi último dibujo aparecía G’Menón convertido en caracol, dejando un rastro de baba sobre las rosetas romboides del salón del trono.
—Dime lo que ves —preguntó papá con gran satisfacción desde la balconada más alta.
Miré a Villämara, la ciudad que crecía fuera de los muros del castillo, con columnas de mármol pulido y carreteras amarillas entretejiendo un mar de tejados de losas doradas al sol, cortada por el Río de Plata y rodeada por campos de amaranto, trigo y cebada. Vi el Gran Llano de Vallëmar más allá, las montañas en un extremo y un horizonte indescifrable al otro; pero, sobre todo, el cielo azul que ocupaba las tres cuartas partes superiores de ese lienzo.
Ahora adivino que papá me estaba invitando a alabar su palacio, su ciudad, el reino que un día yo heredaría. Pero lo que dije fue:
—Veo un cielo vacio.
—¿Vacio?
—¿Muerto? —ofrecí.
Su desconcierto se convirtió progresivamente en disgusto. El recuerdo de ese error mío arraigó en la cámara del alma donde solemos ir a atormentarnos.
—Papá —traté de explicarme—, veo que la Corona se preocupa por adueñarse de esta tierra y de sus individuos, pero no siente curiosidad por lo qué hay más allá… a través del cielo…
—¿De qué rayos en todas las tierras hablas, muchacho? ¿Crees que mi reino está muerto?
—Papá, yo… —me atraganté. Ya me habían acusado de decir cosas inapropiadas en aras de la precisión, pero nunca pretendí molestar a nadie, menos aún al rey—. Quiero decir: eso… esta tierra, ¿es toda la que hay? ¿Será que realmente existen las aves allá afuera y pueden volar? ¿No le inquieta eso? ¿Qué hay después del desierto y del mar abierto? ¿Adónde va el sol por las noches?
—¿Qué son estas tonterías? —estalló papá de nuevo. Nunca tenía que preguntarme por mucho tiempo si lo había enfadado—. Tengo comerciantes robando oro de la Corona en las plazas de Bazäres. Hay una guerra continua entre los clanes del norte. Y los aristócratas de Sïlenia se burlan de mí en los palacios del oeste. No voy a ocuparme en fantasías emplumadas con aves… —dijo con repulsión— o con floreados de bata que critican la grandeza de los hombres de verdad. ¿Qué te enseñan esos tréboles del Magisterio ahora?
Intenté murmurar algo, pero no pude.
—Suelta ya esos libros y toma una espada. Ponle músculos a ese cuerpecito tuyo. Deberías recrear guerras, saborear la sangre de alguna batalla y bajar la cabeza de las nubes. Pronto serás un hombre y un futuro rey, M’Rique… —Se detuvo al darse cuenta de cómo me había llamado. Palideció y me miró antes de alejarse. Su mirada cargaba la misma repulsión que salió de él al mencionar las aves emplumadas y los tréboles floreados.
No era la primera vez que papá se dirigía a mí con el nombre de mi hermano muerto y siempre era incómodo. Pensé que yo estaba errado de alguna manera, pero no tenía una palabra para describir mis emociones o para describirme a mí mismo.
Yo no era M’Rique. Estaba lejos de ser lo que papá quería. El príncipe que había exhibido un corazón espadiano (imbuido del Poder desde una edad temprana) ya no existía. El rey se había quedado con un gusano devorador de libros, raro, delicado, débil y fantasioso. Un sucesor inadecuado al que no podía ignorar como antes y que debía encarar porque ahora era su heredero. Estaba claro para todos en el salón del trono: papá sentía que el hijo equivocado había sobrevivido aquel naufragio en el embalse.