Mientras yacía inmóvil en la habitación donde era prisionero, imaginé ver la imagen de Villämara desde el torreón del castillo. Apenas podía ver el cielo y las estrellas a través del ventanuco al tope de la pared fuera de mi alcance.
«Cuánto habrá cambiado el palacio desde mi destierro», me pregunté. «¿Habrá realmente muerto el rey? ¿Estará mi hermano menor en el trono?».
Algo entró volando por el ventanuco. Atravesó el aire con un destello parpadeante. Al chocar contra la lámpara que sostenía la vela en la otra esquina, sonó un chasquido metálico, y ambos cayeron a los pies de la cama. La habitación quedó a oscuras. El humo se elevó al morir la llama dorada de la mecha. Cuando mis ojos se acostumbraron a la luz de la luna, vislumbré un objeto brillando en el suelo. Era una hoja curva de metal. Pero al reunir fuerzas para alcanzarla, volví a desvanecerme.
Al día siguiente, desperté al alba. Al fin podía moverme. La lámpara y la hoja de metal seguían en el mismo lugar. La suerte o alguien afuera me había brindado una mano, o más bien una daga, para escapar. La agarré.
Me liberé de la cuerda que me ataba a la viga. Vestía mi prenda interior y un collar de conchas iridiscentes que Muki me había regalado. No encontré el resto de mis ropas en el cuarto. Debía salir cuanto antes y silenciosamente. Si me tocaba enfrentarme a esos conejos guerreros al otro lado, poco podría hacer con esa daga.
La puerta no tenía cerrojo, pero emitió un chirrido oxidado cuando la abrí. Fuera hallé otra habitación más grande, también iluminada por ranuras al tope de las paredes, a la altura del suelo exterior. Me encontraba en un sótano. Había muchos estantes surtidos, pero nadie más. Supuse que mis captores estaban en el piso superior. Con suerte, al menos uno habría ido por el pan.
Había subido la mitad de las escaleras cuando sonó un silbido más abajo.
«Pssst», oí de nuevo. «Pssst», y luego un «tic, tic, tic».
Dos ojitos brillaban en la oscuridad al pie de las escaleras. Una varita de metal golpeaba la barandilla. «Tic, tic, tic», el ratón más diminuto que había visto en mi vida sostenía un alfiler enorme con una esfera roja en la punta.
—Le ruego me disculpe, señor. ¿Le he pillado en un mal momento? —El ratón salió de las sombras usando el alfiler como bastón. Se quitó su sombrero hongo y habló presuroso y cortés—: Mi nombre es Alimañuel, Alimañuel Garabito. Sé lo que está pensando: el apellido… no me va. Verá usted, fui adoptado. ¡Dos veces! —celebró.
«¿Será un apellido humano? ¿Estará loco, borracho o divagando por el sol?». Llevaba un bonito pero andrajoso chaleco de brocado.
—Si no es mucho pedirle —continuó—, ¿podría encontrar dentro de su corazón un mero latido de su tiempo que dedicarme? Un latido humano, quiero decir, no rodente. En realidad… quizá sean dos respiros. Sí, dos respiros profundos deberían ser suficientes. Tengo un gran favor que solicitarle. Bueno, grande para mí, pero considerablemente pequeño para usted.
Aunque dudé si contestar, la posibilidad de obtener alguna información me impulsó a susurrar:
—¿Qué desea?
Alimañuel Garabito corrió por la barandilla hasta alcanzar mi cara.
—Verá, amable señor, anoche me refugié en este puesto de avanzada, consciente de las reglas que hay que cumplir. Ya sabe, para no arruinar mi destino como ambulante. —Hizo una pausa esperando de mí una señal de comprensión.
Los ambulantes tienen puestos de avanzada por todo el Mar de Islotes, al menos en los más frecuentados. Estos no pertenecen a nadie y cualquiera puede entrar en ellos. Las únicas normas son nunca cerrar las puertas ni tomar nada que no se vaya a reemplazar con algo de igual o mayor valor. Y las siguen a rajatabla. Creen que el mar y los vientos se volverán en su contra si las rompen. Sonará extraño para un habitante de Terräfirma, pero a los sureños también les parecen extrañas las costumbres continentales.
—Me importa un pepinillo… —El ratón rio entre dientes—. Permítame explicarme mejor. Hablo de un pepinillo en particular, uno que quisiera comer, pero no tengo con qué reemplazarlo. —Levantó su bastón y apuntó hacia mi lado izquierdo—: Ese pepinillo.
En efecto. Allí, sobre un estante, se encontraba un frasco con un pepinillo dentro, uno sorprendentemente grande.
—Si ya está listo para retomar su rumbo, ¿será que no necesita nada más de aquí? —dijo.
Negué con la cabeza.
—¡Maravilloso! —se regocijó—. Esta será una propuesta vergonzante, pero debo hacerla: ¿cuenta con alguna pertenencia de igual o mayor valor que no precise llevar en su viaje? Tengo mucha hambre, señor, no me sonroja ya admitirlo.
Me encogí de hombros y negué de nuevo.
—¡Oh, pobre de mí! —gritó—. ¡Tan pequeño y hambriento! ¡Tan desamparado! Lo único que deseo es un pepinillo para aliviar mi dolor. —Se colgó miserablemente de la barandilla, luego se levantó—. ¡Usted, señor! Usted es tan indiferente como el monje de mal gusto que acecha allá afuera. ¡No, usted es peor! Tan despiadado. Tan desagradable. Los ambulantes grandes son horribles: tanto tienen y tan poco comparten. —Sonaba casi como un aristócrata sïlení. Agitó su alfiler hacia mí y volvió la cabeza, escupiendo su última palabra—: ¡Típico!
—Lo siento, señor Garabito, pero no puedo ofrecerle nada. Estoy en calzones —susurré, tratando de que bajara su voz chillona.
—¿Cómo es capaz de decirme eso, señor, cuando sostiene un cuchillo de mesa entre sus manos? —me acusó, apuntando su alfiler hacia mi daga.
—Bueno, ¿y qué tal el alfiler?
—¿Qué con él? ¿Insinúa que esta minucia es de igual o mayor valor que ese enorme pepinillo? ¡Qué desvergüenza! A este alfiler le faltan al menos dos bigotes de rata para que lo chuce —me miró, desafiante—. ¡Usted es miserable! Al menos, el monje de afuera oculta su poco corazón tras un voto de silencio. Pero usted, señor, usted habla y no deja duda de su deshonra. ¡Váyase! Moriré de hambre. Total, solo soy un ambulante, y uno pequeñísimo. ¿Por qué iba a preocuparse por mí? Cof, cof —tosió—. ¡Aaaah! —lloró.
Me acerqué, en un intento de silenciarlo.
—¡Aaaah! —gritó más fuerte.
—Bien. Bien. Entregaré la daga, pero con una condición.
—Gracias. Gracias, amable señor. Haré por usted lo que me pida… siempre que sea de igual valor, por supuesto.
—¿Qué tal de igual o mayor valor? —Me miró, temiendo un engaño—. Esta daga de seguro vale más que ese pepinillo. —Se la mostré con detalle: estaba hecha de acero oscuro y brillante, hábilmente curvada como una luna creciente.
Sus ojos se iluminaron.
—Si su solicitud se encuentra dentro de mis habilidades, la acataré.
Le acerqué el frasco con el pepinillo al ratón y puse la daga en el estante, justo en el mismo sitio. Le pedí que me contara lo que sabía sobre los sujetos con capa. Me dijo que solo había visto a uno.
—Acampaba completamente cubierto y vigilante. Luego fue a buscar al panadero Grasopan…, otro desvergonzado; no quiso aceptar mis bellotas —agregó. —Me las tuve que comer crudas. —Sacó su lengua mientras arrugaba la cara.
Tuve claro dónde estaba: en el islote principal de las Coralinas, a cinco leguas al noroeste de las Ballenatas.
Le pregunté si podía distraer al guerrero encapuchado. No quería arriesgarme a toparme con él. Aceptó. Me escondí debajo de las escaleras; mientras, el ratón practicaba su equilibrio haciendo rodar el frasco por el suelo, alfiler en mano. Era sorprendentemente hábil en eso.
Oímos la puerta abrirse en el piso de arriba y el encapuchado bajó cargando su bandeja. Escondía una espada fina debajo de su túnica. Alimañuel salió de la oscuridad balanceándose encima del frasco.
—¡Oh, querido señor! No adivinará lo que ha pasado. ¡Sí, soy yo! Alimañuel Garabito.
El guerrero llegó al pie de las escaleras.
—¡Míreme! ¿No es maravilloso? —Alimañuel dio una voltereta en el aire y aterrizó con las manos sobre el frasco rodante.
Me colé por detrás del guerrero y lo empujé hacia un rincón. Chocó contra un estante con sacos pesados que cayó encima de él. Corrí escaleras arriba lo más rápido que pude. Alimañuel chilló: «¡Santo caracol!», y se alejó rodando su frasco.
Cerré la puerta detrás de mí. Todos los puestos de avanzada son similares: una choza vieja de madera con barriles de agua dulce, copas de coco sobre una mesa y, a veces, un sótano de almacén. Desde fuera, atranqué la puerta con uno de los barriles pesados.
Mientras corría, oí un par de golpes. Ningún ambulante se atrevería a romper uno de esos barriles y derramar su contenido. Tendrían que reemplazarlo con algo de igual o mayor valor, y pocas cosas en el Mar de Islotes valen tanto como el agua dulce. Dejé a mi captor y al ratón atrapados en un dilema agrio, cual pepinillos.
Yo había cartografiado las Coralinas para el Magisterio. Eran, en esencia, tres islitas tan juntas que solo un barranco bifurcado las dividía. Me encontraba en la más grande, con una aldea diminuta de cabañas destartaladas y puertos de cangrejeros y mariscadores. La vecina consistía en montículos con chozas de individuos salvajes. No describiré la vida salvaje más allá del sur porque tendría que hablar de morsas. No las soporto, y no me importa lo mal que suene eso. Su insensible intolerancia es la razón por la que trato de ignorarlas. Documentar sus costumbres una vez ya fue suficiente. La tercera islita solo contaba con una choza o dos, una cueva poco profunda o dos, un jabillo gigante o tal vez dos y un templo cubierto de conchas sorprendentemente bello.
Atravesé la aldea, hacia el lugar más seguro: el Barranco de la Sirena. Antes de llegar, busqué algo que me sería útil: las crías de las Coralinas guardaban conchas de almejas gigantes en sus patios. Encontré una, la agarré y seguí corriendo. Dos crías humanas me persiguieron, sorprendidas y entusiasmadas. Una gritó: «¡Va muy rápido!». Y una tercera cría desnuda se les unió. En la pendiente que conducía al barranco hice lo que las crías esperaban: salté sobre la enorme concha y me deslicé cuesta abajo. Gritaron de emoción. Yo era un excelente deslizador de conchas; había practicado durante un tiempo, a pesar de las quejas de nuestro capitán.
Mientras descendía, volví la mirada y saludé a mis pequeños admiradores. Sobre la colina, río arriba, asomaron los dos guerreros encapuchados. Tan pronto como me vieron, iniciaron el descenso.
Me incliné hacia delante, tratando de acelerar. La concha golpeó el agua con un gran chapoteo. Sujeto a ella, salté. Y nos hundimos.
Levanté la concha. Los conejos se quitaron sus capuchas. Habían llegado a la orilla gracias a su agilidad asombrosa. Sus flechas volaron, pero esta vez tenía un escudo con el que protegerme.
No necesitaba nadar porque la corriente me arrastraba. Mis perseguidores renunciaron a lanzar flechas y corrieron hacia un bote que descansaba cuesta arriba. Cortaron sus amarras y, mientras lo empujaban, de una pequeña cabaña cercana salió una gran morsa gritando, seguida por un humano diminuto que sostenía un palo. Llegaron hasta los conejos antes de que el bote tocase el agua, y los cuatro se pelearon por él. El pleito me dio tiempo para alcanzar la otra orilla. Pero el desfiladero allí era demasiado empinado para escalarlo.
Los conejos guerreros eran hábiles, pero las morsas son fuertes, feroces y de piel gruesa. El hombrecito los golpeó con el palo y con todo lo que pudo agarrar. Las crías que me habían animado antes llegaron a la cima de la colina y arrojaron piedras y barro a los conejos. Estos esquivaron los proyectiles que pudieron y pararon el resto con sus espadas.
El hombrecito ya se encontraba inconsciente y la morsa comenzaba a cansarse. En ese momento, el rodente capibara salió del agua y los ayudó a hacerse con el bote. Los conejos saltaron dentro. Entré en pánico y, cuando estaba a punto de echar a nadar, oí una voz de hembra humana:
—¿Necesitas un bote?
Se acercaba a mí con su canoa hecha de madera de color claro, pulida y reforzada con metal. Llevaba una pañoleta violeta oscuro. Tenía la piel pálida y unos ojos grisáceos y lanceolados. Me subí, agarré un remo y ayudé a empujar la canoa río abajo. Era más rápida que los barcos de mariscadores. Nos dirigimos hacia la bifurcación del barranco, cortando el agua como un cuchillo, perseguidos por el bote de los rodentes.
—¡Plumas! —gritó ella en señal de cuidado.
Instintivamente miré hacia arriba. Eso parecería irracional, pero el avistamiento de un emplumado, Muki, había sido mi tarea diaria durante muchas lunas en el Ailanto. En cualquier caso, no era Muki el que volaba sobre el barranco, sino una flecha que venía directamente hacia mí.
La humana giró su remo en el aire y la flecha rebotó en él con un ruido seco, de vuelta al bote que nos perseguía. Mi corazón se detuvo por un latido.
—No tenía filo —se sorprendió ella.
—Tengo una idea. —Remé a estribor para arrimar la canoa al islote de la aldea.
La joven me ayudó. El bote también viró en esa dirección. Cuando nos acercamos a donde el agua se encontraba con el arrecife, grité:
—¡Ahora, a la izquierda!
Remamos hasta la bifurcación. Pudimos tomar el arroyo de ese lado y, tal como esperaba, nuestros perseguidores se vieron obligados a permanecer en el derecho, el cual era más ancho. Los barcos de marisqueo son más redondos, diseñados para permanecer en su lugar y contener la carga, no podían ejecutar un giro tan brusco. La corriente los arrastró mientras giraban fuera de control.
La humana me miró aliviada y me brindó una sonrisa levísima.
—Creo que no nos alcanzarán —dije—. Y tendrán que enfrentarse a las morsas en el puerto.
Continuamos remando por el desfiladero hasta llegar a mar abierto.
La chica de ojos laceolados parecía de mi edad y era de igual estatura.
—Muchas gracias—le dije—. Me llamo…
—M’Nuel —terminó mi oración y buscó algo en la canoa.
—Solo Nuel —la corregí—. No eres de los islotes, ¿verdad?
Sacudió la cabeza.
—Soy monja.
—¿Del norte? —Esta había sido mi suposición inmediata, dada la pañoleta y su piel pálida, pero aun así resultaba inusual.
Asintió y me entregó un catalejo.
—Asegúrate de que no nos sigan. —Su acento en estocadas lo dejó claro: provenía de la Cordillera Espadiana.
Miré hacia las Coralinas y el barranco que las dividía.
—No nos van a alcanzar —dije, y ella paró de remar.
—Perdona mis modales. Soy una hermana del Templo de Lirios. —Hizo una reverencia.
—Estoy familiarizado. ¿Tú cómo supiste quién soy?
—Tu madr… la reina. Te pareces a ella. Hay un retrato en el templo desde su funer… —se detuvo.
No estaba acostumbrado a que me hablaran de mamá. Me retraje en una nube oscura dentro de mi mente por varios latidos. Luego traté de retomar la conversación:
—Tengo sus ojos embolsados y el pelo rojizo. Pero no es necesario que te inclines al saludarme.
No llevaba el nombre de la realeza, no formaba parte de ninguna casa honorable y mi único título era el de magíster. Y por más inusual que sea el pelo rojizo, eso resultaría curioso para un Cardiano, no para un Espadiano.
—Solo soy un ambulante de más allá del sur —dije.
Ella asintió y se excusó explicando que las hermanas se inclinan al saludar a cualquier humano, especialmente a los varones.
—¿Cómo lograste golpear esa flecha? —cambié de tema—. No es algo que se enseñe a las hermanas lirio, ¿o sí?
Se encogió de hombros y sonrió.
—La Luz celestial debió de guiar mi mano. —Presionó su frente con las yemas de los dedos en agradecimiento por la intervención divina.
Normalmente, un magíster no aceptaría esa explicación. Quizás hubiera sido suerte. En cualquier caso, no iba a contradecir a alguien que acababa de rescatarme. Cerré los ojos y bajé la cabeza. Volvimos a guardar silencio. Ella desvió la mirada. Pensé que era tímida, pero luego me di cuenta de que todavía me encontraba en calzones.
—Lo siento mucho. —Me acurruqué con vergüenza.
—Hay sábanas detrás de ti.
—Debes estar horrorizada. En el sur no somos tan formales como en el norte.
—¿Soléis caminar por las aldeas en ropa interior?
—Oh, no, no —me sonrojé—. Aunque a nadie le asombraría. Algunos individuos andan sin pantalones…, dependiendo de la edad y de la especie, claro.
Le conté que había perdido mi ropa en lo que advertí era una larga historia.
—¿Tiene que ver con esos conejos?
Asentí, dándome cuenta que no había más que contar. O sí lo había, pero no en mi conciencia.
Me dijo que regresaba a Terräfirma, a donde yo no podía dirigirme. Le pedí que me llevara un poco más al sur, de vuelta a las Ballenatas.
Consideró el nombre. Tal vez le pareció curioso. Pero su expresión se endureció rápidamente.
—No puedo alejarme —se quejó—. Nunca tuve la intención de llegar hasta aquí, pero las Coralinas pronto podrían ser absorbidas por el reino.
«¿Será que no debo estar aquí tampoco?», pensé. «Parece que el más allá del sur ya no se encuentra más allá». Sonreí, disfrazando mi consternación.
—Si conoces tu rumbo, estarás a salvo —dije—. El Mar de Islotes es pacífico. Los residentes no se caracterizan precisamente por su amabilidad, pero en su mayoría solo quieren seguir su camino en paz. Y nadie se atreve a meterse con una hermana lirio. —Suponía una sentencia de muerte en manos de los varones del ejército espadiano—. No pasará nada. Basta con que estrellemos dos rocas bajo el agua… Espera.
Me miró con intriga.
Tomé uno de los remos y una taza oxidada, y sin más, salté al agua. Ella se sobresaltó, tratando de detenerme. Momentáneamente, olvidé la aversión que los espadianos sienten por el mar.
Me sumergí y golpeé el remo y la taza para indicar la dirección en la que deseábamos ir.
—Una vez, luego dos, luego dos más, es el sureste.
—¿Para qué haces eso?
—Ya verás.
Me observó desde el borde de la canoa, con temor al agua. Esta no era ni la lluvia ni la nieve que la Luz enviaba del cielo para bendecirnos, lavarnos y refrescarnos; era lo más lejano a eso.
Repetí la secuencia varias veces. En menos de un lapso de legua, apareció un grupo de tortugas marinas jóvenes.
—¡Buenoji gloriojoj día'! —nos saludaron—. ¿P'ónde je dirigen?
Ella se estremeció, sorprendida. Le tomó varios latidos durante esta interacción asimilar la cordialidad con la que le hablaba a estos reptilianos, y la familiaridad con la que me contestaban en el agua.
Estas ni siquiera eran tortugas terrestres, sino sus parientes que prefieren vivir en el mar, el lugar más bajo de la superficie para un humano de la Cordillera Espadiana, a donde van a parar nuestras impurezas. Pero para los isleños, el mar es un vientre, no un vertedero. Los sureños, aunque menos pudorosos, huelen mejor; no necesitan esperar a que llueva para considerar un baño o lavar sus ropas. Lo que era desafortunado para mi heroína.
Les dije nuestro destino a las tortugas y que les pagaría con las conchas iridiscentes que colgaban en mi cuello. Pero, en un acto reflejo muy humano, la monja les ofreció monedas. Aunque en Terräfirma es ilegal comerciar con cualquier cosa que no sea el oro de la Corona, en los islotes se considera de mala educación y se prefiere comida, vestimenta o sencillamente deber el favor. Las tortugas marinas, sin embargo, generalmente están felices de recibir cualquier tipo de pago, excepto por bellotas; no sabrían cómo comerlas.
Me alegró conservar alguna posesión. Rara vez llevaba algo de valor fuera de lo magisterial. «Puede que me sea útil en el camino» consideré. «El Ailanto ya debía de estar con Muki; por lo menos por una luna», deduje al ver el disco asomarse en el horizonte. «Espero que no estén muy preocupados, y que estén tan ansiosos por partir como yo».
Le sonreí a la monja con cortesía, pero mi pensamiento ya se entontraba lejos de allí.
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